No puedo entender por qué tiene que
ser un drama político cambiar la Constitución española de 1978 que
supuso, entonces, un paso importante hacia la democracia, pero
condicionado por las imposiciones, las intentonas golpistas y las tramas
urdidas desde las más altas instancias. En el país vecino, Francia, la
Constitución de 1946 creó la IV República. En 1958, una nueva
Constitución adoptada en referéndum marcó el inicio de la V República y
desde entonces, 24 leyes han modificado la Constitución, una de ellas
relativa a la organización descentralizada de la República.
El hecho de que Francia tuviera gestas
históricas que unió al pueblo (la Revolución de 1789 que acabó con el
absolutismo monárquico y la Revolución de París de 1830 que supuso la
expulsión de los Borbones del trono de Francia), no les ha impedido ir
buscando nuevas formas de convivencia, actualizando su Constitución. En
España, sin consultas al pueblo español, sin las actuales
escenificaciones que tan bien parodian los humoristas, sin
dramatizaciones patrioteras ante la nueva y penosa sumisión de España al
capital internacional financiero, el PP se puso de acuerdo con el PSOE
para modificar el artículo 135 de la Constitución. Esa modificación del
año 2011 prioriza, por encima de los derechos de los españoles, el pago
de la deuda pública, esa deuda enorme e impagable por los intereses de
la usura financiera.
No puedo comprender tampoco por qué
tiene que ser un drama cambiar el modelo de estado. Hace mucho tiempo
que Alemania es una república federal formada por dieciséis estados, que
los Estados Unidos de América están constituidos por cincuenta estados o
que Suiza es una confederación. Además, la monarquía ya no es garante
de la unidad nacional, como ha quedado demostrado en Bélgica donde han
seguido las disputas entre sus distintas comunidades, fundamentalmente
entre flamencos hablantes de neerlandés y valones de habla francesa; en
el Reino Unido, donde Escocia celebró un referéndum para la
independencia en el 2014; y ahora, en España, donde la monarquía no ha
jugado tampoco el papel de árbitro en la escalada de enfrentamientos
entre el gobierno central y el gobierno autónomo de Cataluña.
El principal problema de España es esa
visión arcaica y rígida de España que tiene el PP, una visión que lo
lleva a creerse más españoles que el resto de los habitantes de la
nación contra los que viene utilizando, desde hace años, recursos de
inconstitucionalidad.
Fue el caso del recurso contra el
matrimonio entre personas del mismo sexo porque, en su opinión, “rompía
la familia”, como si no hubiera cambiado ya el concepto de familia
tradicional y todos los españoles no tuvieran los mismos derechos,
independientemente de su orientación sexual. Los del PP hasta se
manifestaron por ello en la calle, lo nunca visto en la derecha europea o
de otras partes del mundo: sólo la derecha española y la venezolana en
la oposición, con los mismos poderosos medios que las anteriores, han
pretendido utilizar el instrumento colectivo propio de los que no tienen
poder, de la mayoría social, para ir contra colectivos sin poder,
injustamente discriminados.
Y el PP siguió presentando recursos de
inconstitucionalidad, con la misma intransigencia. Esta vez, contra
diversos preceptos del Estatuto de Autonomía de Cataluña que no habían
sido recurridos en otras Comunidades como Valencia, Andalucía o
Baleares, iniciando así la escalada de despropósitos que estamos
viviendo, por el no al Estatuto, el no a la financiación, el no al
derecho del pueblo a decidir y el no final al referéndum convocado
unilateralmente por decisión del Gobierno de Cataluña presidido por la
derecha catalana de Convergencia (CIU, CDC) con ideas más europeas y sin
el pasado franquista del PP, pero que comparte el mismo modelo
económico neoliberal que el PP al que ha apoyado en distintos gobiernos.
Sin embargo, cuando gobierna el PP es
cuando más se deteriora la convivencia en España y asistimos al resurgir
independentista en el nordeste de la Península, en una comunidad o en
otra. En este caso, ha desarrollado una espiral de agravios contra los
representantes de las instituciones catalanas, porque el PP necesita una
acción fuerte que le permita escenificar que es el “gran salvador de la
unidad de España”, la única baza electoral que le queda ya, después de
unos resultados adversos, los problemas económicos y los lamentables
casos de corrupción. Lo mismo le ocurrirá a la otra “rama del mismo
árbol” en su territorio. Lo que no se puede hacer es faltarle el
respeto al pueblo catalán que se ha sentido ninguneado por el no a su
derecho a decidir. El respeto es la base de toda convivencia.
La intolerancia, la soberbia y la
necesidad imperiosa de una “hazaña” espectacular para recuperar la
estima electoral de los españoles llega a tal punto que, cada día,
emprenden un nuevo ataque “legal” sin escuchar las opiniones de sentido
común que se vierten desde ámbitos muy distintos: necesidad de resolver
el conflicto político por la vía política y no por la vía judicial,
necesidad de diálogo, necesidad de cambios. Algunas veces, se alzan
voces para decir cosas muy obvias: las leyes las hacen los políticos,
las cambian los políticos; hay una experiencia en Canadá con Québec que
ha dado lugar a una ley que racionaliza el referéndum por la
independencia (mayoría cualificada y garantía de que las
circunscripciones que se opongan a la independencia permanezcan en el
Estado), lo que exige planteamientos serios, no aventuras pasajeras de
conveniencia partidista.
España necesita librarse del
anquilosamiento y la intolerancia; renovarse democráticamente con la
participación de los jóvenes que no pudieron votar la Constitución de
1978; recibir el impulso de la generación de españoles más preparados de
nuestra Historia; ser construida colectivamente para ser más fuerte,
más avanzada en los ámbitos político, económico, cultural y social; ser
un proyecto ilusionante que nos una a todos y todas.
Maria Dolores Puig Barrios
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