Pepa Polonio Armada
Mesa Estatal Frente Cívico “Somos Mayoría”
El programa del Frente Cívico Somos Mayoría contempla, en su punto 4,
la necesidad de una reforma fiscal progresiva, que persiga el fraude
fiscal, la economía sumergida y los paraísos fiscales. Además,
proponemos una revisión de la legislación sobre las SICAV y la dotación
de infraestructuras a la Inspección Fiscal de la Hacienda Pública para
que cumpla su cometido.
Desde nuestra aparición en escena, hace ya dos años, venimos
planteando que hay que llevar a cabo una serie de reformas que den como
resultado una sociedad más justa, y que eso es posible aplicando la
legislación vigente. Nos ceñimos a esa Constitución que se utiliza como
arma arrojadiza entre los partidos del régimen del 78, que se ha violado
flagrantemente con la introducción del artículo 135 que la desvirtúa y
de la que se olvida, no inocentemente, su parte social.
El artículo 31 habla de equidad, impuestos de acuerdo con la
capacidad económica, progresividad y utilidad pública. Todo el capítulo
3º del Título I, “De los principios rectores de la política social y
económica”, recoge en los artículos 39 al 52, las características que
nuestro programa reclama que se cumplan. El artículo 103 habla del
principio de eficacia del Estado, que es –o debería ser- el principal
interesado en allegar los recursos para poder cumplir sus fines.
Lo que sucede es que, como ya escribieron los clásicos de la
izquierda, y Marta Harnecker no lo es menos, el estado es el conjunto de
aparatos por los cuales la clase dominante ejerce su dominación. Y está
clarísimo, vista la legislación vigente y la que el gobierno Rajoy
amenaza con dejarnos caer encima, que la clase dominante está compuesta
por una burguesía especulativa, sin rostro, que se esconde en los
consejos de administración de bancos y sociedades de inversión. Son los
únicos beneficiados de esta maraña de leyes y normas que nos asfixian
cada día un poco más.
El Estado es un conjunto de aparatos, sirve para dominar, pero hace
años nos dijeron que también podía servir para generar un cierto
bienestar entre la población. La Tercera Vía, la de Olof Palme y los muy
civilizados países escandinavos, utilizó los impuestos como elemento
redistribuidor de la riqueza. Los servicios sociales no se financian sin
dinero, y como a todos nos han dicho nuestras madres en alguna ocasión,
el dinero no lo echa un árbol: hay que ganarlo.
Acostumbro a explicar a mis alumnos que la mejor y más fácil manera
de conseguir riquezas es robándolas. Es la parte que no se suele
explicar de las maravillas de la sociedad capitalista, y de su aspecto
más amable, la socialdemocracia de raíz keynesiana: que una sociedad
rica, tal como está montada ésta, no es posible sin la existencia de
países o personas pobres. Muy pobres, en la miseria, capaces de
cualquier cosa por llegar al día siguiente y por llevarse un plato de
cualquier cosa comestible a la boca. Tampoco se dice que la miseria es
lo contrario de la libertad y la ciudadanía. Que quien tiene el miedo de
un animal apaleado, renuncia a todo con tal de librarse de ese miedo.
Por lo tanto, si queremos bienestar, alguien debe pagarlo. Si
entendemos que el Estado debe proporcionar servicios a sus ciudadanos,
el dinero tiene que salir del bolsillo de alguien. La lógica manda que
sea del bolsillo de quien lo tenga. Pero la lógica neoliberal no es esa.
Primero nos dijeron que había que bajar los impuestos. A nadie le
amarga un dulce: a primera vista, si estamos pagando mucho, y nos lo
reducen, mejor que mejor. Al no haber dinero para pagar servicios, no se
invierte en empresas públicas, que se empiezan a presentar como no
eficientes, frente a la supuesta eficiencia de las privadas, y se
privatiza. Lógicamente, según la lógica neoliberal, se privatizan las
empresas rentables. Nadie quiere una empresa ruinosa. Por lo tanto,
primero se sanean con dinero de impuestos y luego se venden, con lo que
los beneficios sostenidos pasan a bolsillos privados. De los dueños del
capital, que son los que mandan en los gobiernos.
Como a menos impuestos, menos servicios sociales y más déficit, el
resultado son las justas reclamaciones de los ciudadanos. Para
atenderlas se venden bonos del Tesoro, que se presentan como la panacea,
pero que son una trampa: las deudas, sean con quien sean, hay que
pagarlas. O se pagan en dinero o se pagan en favores, pero se pagan. La
deuda pública empieza a crecer, y hay que adelgazar el cuerpo del
Estado. Las primeras víctimas son los servicios sociales. Luego, el
personal funcionario. Al haber menos y peor pagado, los servicios
sociales funcionan peor. Hay que privatizar y seguir adelgazando. Lo que
no baja son los sueldos de los políticos, que se airean, con más o
menos visos de escándalo, separando cada vez más a los ciudadanos de sus
dirigentes, a los que se ve como parásitos.
A grandes trazos y con pocos matices, así estamos. La población en la
miseria es capaz de renunciar a lo que sea con tal de tener lo mínimo
imprescindible, que cada día es más mínimo. Los políticos se ven como el
problema, y no como la solución. Los impuestos únicamente sirven para
mantener a una casta dominante, pero no tienen ningún efecto
redistribuidor. Los Estados están en manos de los especuladores. Y si
miramos fuera, siempre vemos que hay otros que están peor. Si antes era
el Tercer Mundo, ahora son los Estados Fallidos, esos a los que se monta
un conflicto día sí y día también y a los que no se deja levantar
cabeza. Unos, porque tienen riquezas robables. Otros, porque están en
lugares estratégicos. El miedo de la población tiende a crecer.
En este ambiente, el gobierno planea hacer una reforma fiscal que
reduzca aún más los impuestos que pagan los ricos. Mientras se persigue
el pequeño fraude, se deja intacto el gran fraude fiscal, el de las
fortunas en paraísos caribeños o centroeuropeos, que para el caso es lo
mismo. Los inspectores de Hacienda son pocos, mal pagados, con pocos
medios, y con la orden expresa de perseguir al fontanero pero dejar
escapar a los grandes empresarios, políticos o miembros de la Casa Real,
por poner un ejemplo.
Desde el Frente Cívico, utópicos como somos, planteamos la estrategia
del salmón que nada a contracorriente. Queremos que se haga una reforma
fiscal en la que paguen los que tienen. Que se persiga a los
defraudadores, empezando por los más grandes defraudadores, sin más
miramientos: el que defrauda poco, hace poco daño. El que defrauda
mucho, el daño es muy importante, por lo tanto, el castigo debe ser
proporcional. Para ello hace falta que los inspectores tengan los medios
necesarios para poder realizar su función, y la independencia que se
supone para las personas que tienen que llevar a término tan importante
cometido.
Los impuestos indirectos son injustos. Tal vez sean necesarios, pero
de todas maneras deben ser progresivos, y no pueden ser la base del
sistema. Tampoco podemos consentir que el Estado sea un Robin Hood a
través del espejo, alguien que roba a los pobres para dárselo a los
ricos.
Es cierto que tenemos una deuda inmensa, impagable. Precisamente por
eso habrá que hacer una auditoría, separar la legítima de la ilegítima, y
pagar únicamente la primera. La otra, la ilegítima, habría que ver la
manera de que la pagaran aquellos que la han contraído, que no somos el
conjunto de la ciudadanía. Es una de las vías de regeneración que
necesita este país nuestro, y uno de los caminos que tienen que volver a
conectar a los ciudadanos –que no súbditos- con sus gobernantes.