Víctor María Moreno Bayona. Fuente: Laicismo.org
La
mayoría de los alcaldes que asisten a actos religiosos dicen que lo
hacen, no porque sean creyentes en primera instancia, sino por fidelidad
a una tradición local, regional o nacional.
Si no lo hicieran, sus paisanos los
catalogarían como bichos raros. Lo curioso es que algunos de estos
alcaldes que asisten a estas procesiones no se les conocía semejante
afición cuando eran, sin más, ciudadanos de a pie, sin cargo político
público. Ahora con el cargo al hombro parece que se les ha despertado su
genotipo tradicionalista.
Desgraciadamente, el fenómeno se extiende como una plaga en la hornada política. Y da lo mismo que los alcaldes sean de derecha que de izquierda.
A muchos de ellos se les llena la glotis con la palabra tradición. Les
va su marcha, valga la paradoja. Lo más curioso es que, si por lógica,
los calificamos como tradicionalistas, replicarán que no nos pasemos,
que una cosa es amar la tradición de su pueblo y otra ser
tradicionalista y de las Jons. Y, por esta vez y sin que sirva de
precedente, habrá que darles la razón.
Tanta unanimidad conmueve. ¡Ni que la
clase política hubiera hecho una convención para ponerse de acuerdo y
decir lo mismo! Eso sí, más allá de este simple acto de habla no
encontraremos más aportación que la apelación justificativa del clásico
“es la tradición, ¿no?”. Ni siquiera reparan en el obsceno hecho de
pensar lo mismo que sus oponentes cuando eso lo tienen prohibido por los
estatutos del partido. Extraña actitud, pues los políticos como mejor
se definen es afirmando lo contrario que sus adversarios. No es normal que cierta izquierda y la derecha defiendan la tradición y se rebelen al unísono creyente contra quienes pretenden, dicen, quitarles el santo y su procesión.
Como mínimo diría que se trata de una
unanimidad acrítica. Apelar a la tradición parece un argumento
honorable, toda vez que con ello se celebra la memoria de nuestros
antepasados, pero si no se va más allá de esta emocional razón…
significa que no se ha superado el umbral del impresionismo.
Las tradiciones no son inocentes, ni neutras.
Son formas culturales que reflejan el comportamiento colectivo de una
sociedad tanto si son del pasado como del presente. Y la cultura tiene
siempre un aspecto creativo, pero, también, regulativo, normativo y
prescriptivo. No todo en ella es longaniza. Recordemos las veces que se
ha relacionado cultura con la palabra barbarie. En efecto. No todas las
tradiciones han sido positivas para el desarrollo de las colectividades
y, mucho menos, para la emancipación del individuo. La fuerza coercitiva
de los poderes locales, civil y eclesiástico, jamás ha permitido el
libre desarrollo y autónomo del sujeto. Si algo perturbador tiene la
tradición del pasado –sobre todo religiosa- es su obsesión por arrasar
al disidente, al llamado hereje, sambenito que bastaba para llevar a uno
a la hoguera.
Que no todas las tradiciones han sido
oro molido lo revelaría el hecho incuestionable de que muchas
desaparecieron, porque en ellas el respeto a la diferencia y a dignidad
humana dejaban mucho que desear Ha habido tradiciones y costumbres que
han sido un insulto a la racionalidad más elemental. Hacerlas
desaparecer ha costado miles de años y, desgraciadamente, millones de
muertos. Y se trataba de unas tradiciones consideradas la mar de
honorables. No en vano su calidad venía garantizaba por la autoridad del
crucifijo y, por si este fallaba, aparecía el argumento incontestable
de la espada y del potro de tortura. Digámoslo ahora que podemos: en
este país, rara será la tradición cuyo origen y desarrollo no haya
dependido del férreo nihil obstat de la autoridad eclesiástica.
Muchas tradiciones que actualmente se festejan tienen una genealogía
poco compatible con el pluralismo y la libertad.
La gente que asiste a una procesión
piensa que no hace mal a nadie, pues se limita a manifestar públicamente
su fe en la virgen del Pilar y en san Fermín. Esa misma reflexión
debería acompañarles cuando en la vía pública se manifiesta otra gente
defendiendo ideas y planteamientos nada acordes con los planes
inexistentes de Dios, ordenados e inventados por la obispada de turno.
Pero el acto de asistir a una procesión,
sea laica o religiosa, no es inocuo. Lo saben hasta quienes se las dan
de ingenuos. Menos inocente lo será si tal acto lo protagoniza un cargo
público. La ideología que contiene una procesión, una romería, una
ofrenda, un rosario y viacrucis públicos, es teología de catecismo
concentrada. Teología del fetiche y de una imaginería casi siempre
medieval o de la época de Chindasvinto. No es de extrañar. La
parafernalia ritual eclesiástica huele a incienso viejo y revenido.
Se dice que estas manifestaciones
religiosas se asientan en la tradición. Especifiquemos: en una
determinada tradición. No otra. Una tradición que rezuma
religión por todos los lados. No en vano, la religión ha sido el
elemento fundamental utilizado para cohesionar, eufemismo de someter, a
la propia sociedad. No existía acto de cierta transcendencia,
aunque fuera de naturaleza civil, que no estuviera presidido por una
imagen religiosa, una cruz y la presencia del hisopo. Todo debía pasar
por la mirada omnipresente del ojo eclesiástico.
La tradición que postulan estos
alcaldes es una tradición que ha sido un oprobio, una negación absoluta
de la libertad de conciencia, de la libertad de pensamiento y de la
misma liberta religiosa. Pues la base de su fe era totalitaria.
Esta tradición, humus nutricio de las que actualmente existen y son
reclamadas por acríticos alcaldes, hunde sus raíces en el más grasiento
oscurantismo de la tradición católica. Una tradición que se consideraba
representante exclusivo y excluyente de la marca Dios. La tradición
religiosa que defienden estos alcaldes se remonta a una tradición en la
que no había más espectáculo público que la adoración a un Dios
secuestrado por la Jerarquía Eclesiástica. De hecho, su funcionamiento y
su finalidad avasalladora confesional siguen como en la época del
nacionalcatolicismo.
Pero ya ven, aun tratándose de una
tradición indigesta, defiendo que procesiones, romerías, ofrendas y
rosarios se manifiesten en la vía pública. Pues entiendo que las
personas tienen derecho a proclamar públicamente sus creencias, sus
obsesiones y sus fetiches particulares. Y con igual rotundidad sostengo
que dichas manifestaciones y procesiones deberán convocarlas y
organizarlas únicamente las iglesias locales, sometiéndose su petición
al permiso del poder civil.
Los ayuntamientos deberán
mantenerse alejados de su contacto y no permitirán que dicha materia
forme parte de sus programas de fiestas. Ni misas, ni
procesiones. Nada que recuerde a esa tradición religiosa que hemos
descrito debe formar parte de su nomenclátor y protocolaria actuación.
Si los alcaldes quieren contribuir a la permanencia de una tradición, que hace tiempo debería haber desaparecido, háganlo en nombre propio, a título individual. Nunca como alcaldes y en nombre de los demás.
Jamás con la pretensión ridícula de representar a todas la sociedad. Si
hay un ámbito en el que no la representan ese es, precisamente, el
ámbito plural de las creencias confesionales de la sociedad. La parte
nunca representa el todo.